1/6
Nací en Valdivia, la ciudad que el conquistador español Pedro de Valdivia fundara en 1552 en el sur de Chile, a orillas de un río ancho y azul. Allí pasé la mayor parte de mi infancia y juventud, con un interludio de cinco años en Valparaíso, un puerto colorido y vivaracho en la costa central del país.
Tanto mi madre como mi padre eran maestros, pero mi madre no tuvo la oportunidad de trabajar fuera de casa, por lo que transformó nuestrro comedor en una sala de clases; ahí practicó su profesión – con nosotros, sus hijos, y con nuestros vecinos y compañeros de escuela. Después de almuerzo, la comida principal del día, los platos eran reemplazados por libros, cuadernos, lápices, tinteros, lapiceros y… ¡tiza! Sí, tiza, porque nuestro comedor también lucía un pizarrón desvencijado que mi mamá había comprado en una tienda de cachivaches. Así fue que en esa “escuelita” les enseñó a leer y a escribir a muchos niños, incluidos mis hermanos y yo.
Desde temprana edad fui una lectora voraz, pasión que compartía con el resto de la familia y que mi padre se ocupaba de nutrir asiduamente; todos los fines de mes, el mismo día que le pagaban el sueldo, nos llevaba a la librería Don Quijote a comprar nuevos materiales de lectura. Así fue cómo yo me convertí en una entusiasta de las novelas de Julio Verne y la obra de José Bento Renato Monteiro Lobato. Estos dos escritores me enseñaron que un libro no es solo un libro, sino también un mundo entero, poblado de personas y lugares que puedes llegar a conocer y amar como si fueran parte de tu propia vida.
Cuando nos juntábamos con otras familias amigas, a mi mamá le encantaba recitar la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral y Juana de Ibarburú. Por años yo no le puse ninguna atención porque sus histriónicas presentaciones me sumían en un mar de vergüenza ajena. Pero llegó el día en que las palabras de estas poetas comenzaron a tomar sentido y me confirmaron algo que yo ya sabía, pero no había tenido la capacidad de expresar por mí misma: el mundo está dominado por los hombres y los quehaceres de las mujeres sí se pueden extender más allá de las labores domésticas. Su poesía también me ofreció ejemplos concretos de cómo expresar emociones, pensamientos y observaciones a través de un lenguaje económico, evocativo y musical.
Por otra parte, a mi padre le encantaba contar historias de su niñez y juventud, lo que hacía con gracia y pericia. De él aprendí que una narración puede ser impactante; que los recuerdos no son fijos, sino que cambian; que es importante describir un lugar bien, dejar que los personajes hablen con sus propias voces, armar el cuento siguiendo un hilo tal que cree suspenso, usar el humor…
Aunque me encantaban estas tradiciones orales-auditivas-literarias, había una parte mía que siempre supo que hay una gran diferencia entre lo que pasa en la vida y lo que se expresa a través de la narrativa y la poesía. ¿Sería yo capaz alguna vez de transponer-traducir el carácter caótico de la vida al mundo ordenado y linear del lenguaje?
Copyright © 2024 Carmen Rodriguez - All Rights Reserved.
Powered by GoDaddy
We use cookies to analyze website traffic and optimize your website experience. By accepting our use of cookies, your data will be aggregated with all other user data.